Quinta Naranjo
En el
corazón de Saltillo, cuando el verano llegaba a la ciudad trayendo consigo un
aire fresco y reparador, una imponente mansión destacaba sobre el vasto terreno
que hoy ocupan las calles Ramos Arizpe, Obregón, Colón y Salazar. Era la Quinta
Naranjo, una construcción que reflejaba no solo el poder y prestigio de su
dueño, el general Francisco Naranjo de la Garza, sino también una época en la
que la arquitectura victoriana se entrelazaba con la historia de México.
El
general Francisco Naranjo, nacido en Lampazos, Nuevo León, había forjado su
vida en los campos de batalla. Militar de cepa, se formó durante la guerra de
Reforma y la intervención francesa, y participó en importantes gestas como la
toma de Monterrey y Saltillo. Más tarde, sería uno de los más fervientes
partidarios de Porfirio Díaz, apoyándolo tanto en el Plan de la Noria como en
el de Tuxtepec. Pero la vida militar, aunque colmada de glorias y sinsabores,
también le reservaba momentos de quietud. Y fue en busca de esa serenidad que
Naranjo decidió construir la Quinta Naranjo en Saltillo, un refugio veraniego
donde, junto con su esposa Dolores García, hallaría descanso tras años de
campaña.
La
Quinta, finalizada alrededor de 1890, era un fiel reflejo de los estilos
victorianos de la época. En una postal de aquellos días, su imponente fachada
se pintaba de un rojo vibrante, resaltando entre los demás edificios de la
ciudad. La mansión se erigía majestuosa, con amplios ventanales, buhardillas y
un porche con columnas que no solo eran decorativas, sino que hablaban de la
sofisticación de quienes allí residían. Al estilo Reina Ana, tan característico
de las construcciones victorianas, la Quinta tenía ese aire de fantasía que
evocaba casas de muñecas, pero con la seriedad que imponían sus columnas y
ornamentos.
El
general Naranjo, tras años de lealtad a Díaz, alcanzó el rango de general de
división y llegó a ser ministro de Guerra y Marina en 1882. Sin embargo, la
vida política a menudo es ingrata, y tres años más tarde fue relegado, junto
con otros militares de prestigio como Jerónimo Treviño. Decidió entonces
retirarse del ejército y convertir su residencia veraniega en su hogar
permanente. Allí, rodeado de su familia, vio llegar la calma a sus días hasta
su fallecimiento en 1909.
Pero
el destino, caprichoso y trágico, tenía otros planes para la Quinta Naranjo.
Con el estallido de la Revolución Mexicana, las turbulencias no tardaron en
alcanzar Saltillo. Un día, un grupo de “revolucionarios” irrumpió en la
mansión, expulsó a la familia del general y, en un acto de furia desmedida,
prendió fuego a la casa. La familia Naranjo, despojada de su hogar, se vio
obligada a regresar a Lampazos, donde buscó refugio de la violencia que asolaba
el país.
Con
el paso de los años, la destrucción de la Quinta dio paso a nuevas formas de
vida. En la década de 1920, en el terreno donde alguna vez se levantó la
majestuosa mansión, nació el Parque Zaragoza, un espacio donde los saltillenses
comenzaron a practicar el beisbol, un deporte que apenas se introducía en la
ciudad. Más tarde, en 1937, el Estadio Saltillo tomó su lugar, siendo testigo
de innumerables partidos y emociones deportivas. Y ya en 1965, el ciclo de
transformación continuó con la construcción de la Escuela Normal del Estado y
su escuela anexa, instituciones que han formado a generaciones de maestros.
Hoy,
pocos recuerdan que en ese rincón de la ciudad se erigía una de las mansiones
más imponentes de Saltillo. Sin embargo, la historia de la Quinta Naranjo, como
tantas otras que han desaparecido bajo el peso del tiempo, sigue viva en los
relatos que se transmiten de boca en boca. La imagen de la casa victoriana, con
su torre, sus ventanales y sus elaborados detalles, persiste como un eco lejano
de una época en la que el esplendor arquitectónico reflejaba la grandeza de sus
habitantes.
Agradezco
a la señora Lourdes Naranjo de López, descendiente del general, por haber
compartido con generosidad detalles de esta historia, permitiéndonos, aunque
sea por un momento, revivir la majestad de aquella Quinta que una vez fue
orgullo de Saltillo.
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