Memorias de don Martín de la Cruz
Las tribus chichimecas de Coahuila
Mi avanzada edad hace que mis
manos tiemblen un poco y la vista se me nuble por ratos. Por las noches escucho
entre sueños voces que repiten mi nombre, invitándome a que vaya con ellas.
Siento la necesidad urgente de poner en papel lo que mi abuelo Aniceto de la
Cruz me contó durante tantas tardes de mi niñez, cuando el sol se ocultaba tras
el cerro de Tlaxcala y sus rayos dorados acariciaban el cielo. Esas charlas de
atardecer las llevo grabadas en el alma; algún día mis nietos o los hijos de
mis nietos van a comprender por qué escribí todo esto.
Mi abuelo Aniceto era tlaxcalteca
de cepa pura, su piel café oscuro curtida por el sol del desierto. Cuando me hablaba de los antiguos pobladores
de Coahuila, si esos, los dueños de estas tierras, su voz se volvía un
murmullo, como si temiera despertar a los espíritus que aún vagaban por estos
valles. "Mijo", me decía, "antes de que llegaran los españoles
con sus cruces y sus espadas, estos parajes se llenaban de gente que venía de muchos
lados."
Me contaba de los cuachichiles,
que habitaban en temporadas donde ahora se levanta El Saltillo. "Eran
gente aguerrida, gallarda, con un sentido protector hacia sus hijos como nunca
he visto, sobre todo muy dignos", recalcaba. "Tenían su lengua, sus
costumbres, sus deidades. Uno de los últimos fue un indio llamado Amonimitznek,
quien sabía los nombres de todas las plantas medicinales de la región y podía
predecir las lluvias."
Cuando hablaba de los
cuachichiles, el abuelo apuntaba con su dedo índice hacia el oriente y me
señalaba la sierra. "Mira mijo, en esa montaña, puedes ver a Zapalinamé,
ahí yace desde hace mucho tiempo. Le dicen el indio muerto." Así empezaba
la historia de Zapalinamé, relato que ya me había contado varias veces, pero
que el abuelo seguía contando como si fuera la primera vez: "Fue un guerrero
cuachichil que, después de la llegada de los españoles, decidió no seguir
peleando con ellos para no sacrificar más a su gente”. "Fue sabio y
valiente a su manera", decía el abuelo, "hizo la paz con el capitán
Urdiñola, no por cobardía, sino por amor a los suyos. Sabía que seguir luchando
significaba ver morir a todos su gente."
Dirigiendo la mirada nuevamente
hacia la sierra, afirmaba: "Ahí lo puedes ver: no está muerto, está
dormido, sigue vigilante de nosotros. Zapalinamé es quien nos da el agua que
hoy tomamos; si hacemos mal uso de ella, despertará enojado y nos dejará sin
agua."
Tribus hacia el oeste
Otra de las historias que me
contaba eran de los laguneros, salineros
y rayados, andaban casi desnudos, pero con el pelo arreglado y la cara
pintada, se les veía junto a las lagunas cerca donde ahora están San Pedro y
Parras. Otros eran los Paogas, los Caviseras, los Vasapalles, los Ahomamas, los
Yanabopos, los Daparabopos", enumeraba de memoria el nombre de las tribus
sin olvidar, todo con voz nostálgica y a
veces se interrumpía con un leve suspiro. Todos ellos sabían el secreto de las
aguas, se alimentaban de peces y plantas del desierto. Cuando moría alguien, se
pintaban aún más la cara. Decían que los muertos se quedaban flotando en la
laguna como niebla al amanecer que no quiere disiparse."
Más hacia el oeste habitaban los
más bravos, allá por el rumbo de lo que hoy llaman Durango: los irritilas,
miopacoas, meviras, hoeras y maiconeras. "Eran de carácter guerrero",
recordaba, "tenían una dignidad que los españoles nunca entendieron. Siempre
luchando hasta la muerte antes de ser sometidos, cosa que nunca lograron los
españoles hacer."
Me hablaba también de los
Cachinipas, los malos espíritus "Los Cachinipas eran las almas de los que
morían sin encontrar paz, y por eso los rituales funerarios eran tan
importantes. Cada lamento servía para guiar a los muertos hacia su descanso."
"¿Y los tobosos,
abuelo?", le preguntaba siempre cuando me invadía la curiosidad. Las
historias de guerra me fascinaban y me intrigaban por su ferocidad.
"Ay, mijo", suspiraba,
"los tobosos eran como el viento frío que viene del norte: implacables.
Eran parientes de los apaches, de los más antiguos en estas tierras. Cuando los
franciscanos llegaron en 1592, los corrieron a punta de arco y flecha. El pobre
Padre Gavira tuvo que huir hasta Tópia. Los cocoyomes andaban siempre con los
tobosos, aterrorizando a los pueblos."
Luego añadía, como
justificándolos: "No lo hacían por maldad, era para sobrevivir, porque la
comida escaseaba y estaban en su derecho. Estas tierras les pertenecían por
antigüedad."
"Pero mira qué curioso es el
destino", decía el abuelo, "fuimos los tlaxcaltecas, otros indios
como ellos, quienes vinimos a ayudar a defender la villa. Fueron muchas
familias que llegaron con don Buenaventura de Paz, nieto de Xicoténcatl."
Su voz se volvía más suave:
"Mi antepasado Esteban de la Cruz venía en ese grupo. El capitán Francisco
de Urdiñola se encargó de traerlos. Así nació San Esteban de la Nueva Tlaxcala,
separado de Saltillo por la calle del Reventón, que todavía puedes ver, esa donde baja y revienta el agua."
Fundación de otras villas
De aquí de San Esteban se fueron muchos
a poblar otras regiones, el Rey prometió tierras y otros privilegios a cambio
de luchar con los indios nativos, así, poco a poco los indios empezaron a
desaparecer. En 1603, el padre fray Antonio Zalduendo se aventuró salir de El Saltillo,
pero a los tres años tuvo que regresar por los constantes ataques.
Allá por 1670, el padre fray Juan
Larios, un franciscano de la provincia de Jalisco, logró lo que otros no habían
conseguido: pacificar a los naturales. El gobernador don José García Salazar
aprobó sus planes, y el capitán don Francisco Elizondo recibió órdenes de
apoyar a los misioneros con setenta soldados. "Ahí llegaron los
franciscanos, lo que hoy se llama Monclova", "Con promesas de comida
y protección, lograron atraer a las tribus"
Al Norte
El abuelo sabía los nombres de
todas las tribus del norte, los recitaba como una letanía sagrada: "Los
obayas, los boboles, los cotzales, los manosprietas, los catujanos, los
milijaes, los tilijais, los cabezas, los contotores, los bauzarigames. Cada nombre
que pronunciaba era solo un eco desvanecido para siempre.
No sé cómo sabia tanto el abuelo.
“Se fundaron cinco misiones principales: San Francisco de Coahuila, con indios
boboles y obayas; Santa Rosa de Nadadores, con cotzales y manosprietas que
tuvieron que mover por la guerra de los tobosos; San Bernardo de la Candela,
con catujanos, tilijais y milijaes”.
"Los misioneros documentaron
mucho más de 200 tribus diferentes en Coahuila", me contaba, "y
muchas hablaban la lengua coahuilteca, que el padre fray Bartolomé García pudo
documentar en 1760. Esa lengua se extendía desde Candela hasta el río de San Rodrigo."
"Santo Nombre de Jesús
Peyotes", continuaba, "fue establecida en 1698 con la tribu de
gijames. El nombre venía de la abundancia de esa planta medicinal con la que se
preparaba una bebida que embriagaba y daba visiones. Los gijames la usaban para
hablar con sus antepasados, para ver el futuro, para curar enfermedades del
espíritu. Los indios lloraban y reían al mismo tiempo, como si vieran cosas que
los demás no podíamos ver."
Al sur, cerca del río Grande, se
establecieron las misiones más importantes. San Juan Bautista fue fundada en
1699 por fray Diego Salazar con indios mahuames, pachales, mescales, jarames,
ohaguames y chahuames. El conde de Valladares creó en 1701 una compañía volante
de treinta hombres para proteger estas misiones.
Cuando hablaba de San
Buenaventura de las Cuatro Ciénegas, esa misión que parecía maldita. Fundada en
1673 con indios cabezas, contotores y bauzarigames, todos guerreros por naturaleza quienes terminaron
por destruir la misión. "Es como si la tierra misma rechazara lo que no le
pertenecía."
El principio del fin
“Acá más cerca de nosotros, en lo
que hoy es Parras, en 1598, el capitán Antón Martín Zapata y el padre jesuita
Juan Agustín de Espinosa fundaron la villa. "Con cada pueblo que fundaban,
los indios originales se iban retirando más al desierto."
Y aquí la voz del abuelo se
volvía un susurro: "Los tobosos fueron exterminados hacia el último tercio
del siglo XVIII. Cada hombre, cada mujer, cada niño. No quedó uno solo."
"Pero no terminó ahí",
me decía, y sus ojos se llenaban de lágrimas. "Para 1870, mijo, ya no
quedaba ni un solo indio puro en todo Coahuila. Los últimos fueron exterminados
en ese año por orden del gobernador Lobo, que mandó envenenar los aguajes donde
bebían. Antes de Lobo, otro gobernador que no era de aquí, de apellido
Vidaurri, decía que 'el mejor indio es el indio muerto'. Así pensaban los
poderosos; para ellos, los antiguos no eran más que un estorbo."
Hijos de desierto
"Eran como fantasmas",
decía, "caminando por los valles, sucios, cansados, pero había algo que
nunca entendí: a pesar de sus desgracias siempre sonreían, como diciéndonos con
su risa que nunca iban a poder con ellos. Aquí en San Esteban se hablaba mucho
de una india, la llamaban Teotlaktli, hablaba algo de español. Cuando estaba
sola, cantaba canciones en su lengua antigua. Cuando murió en 1789, con ella
murió la última voz que recordaba las oraciones de los hijos de esta
tierra."
Al final de sus relatos, el
abuelo Aniceto siempre guardaba silencio un largo rato, mirando hacia el
horizonte. "Mijo", me decía entonces, "para cuando tú seas
viejo, ya nadie recordará estos nombres. Ya nadie sabrá que aquí, en estas tierras,
hubo muchas tribus diferentes, pero sus espíritus esos siempre estarán aquí."
La noche que murió el abuelo
Aniceto, soñé con todos los nombres que me había enseñado. Desperté con la
certeza de que algún día tendría que escribir todo esto. Ahora cumplo la
promesa que me hice en su lecho de
muerte.
Escribo para que alguien recuerde
a los ahomamas, yanabopos y daparabopos, que conocían los secretos que guarda
el desierto. Escribo para que Teotlaktli, la que cantaba sola, sea recordada en
sus lamentos y para que su canto no haya sido en vano.
Para cuando yo me vaya, que no
falta mucho, así como se fue el abuelo Aniceto, como se fueron todos los
antiguos, espero que estas palabras permanezcan. Como las últimas flores en un
campo arrasado, como la última gota de agua en el estanque, como el último
canto de un pueblo que solo existe ya en este papel y en el recuerdo de quien
lo lea.
Que no se pierdan los nombres.
Que no se olviden las voces. Que alguien, algún día, recuerde que aquí
estuvieron, en la tierra que siempre será suya, aunque sea solo en la memoria.
Martín de la Cruz
Saltillo, Coahuila
En el ocaso de mis días
Año del Señor de 1890
Referencias del relato novelado
Apuntes para la historia antigua de Coahuila y Texas. Esteban
Luna Portillo. 1886


Comentarios
Publicar un comentario