León Trousset, el pintor de tierra adentro
Nació en 1838, en la apacible ciudad
de Sèvres, a un suspiro de París. Desde joven, León Trousset parecía hecho para
ver el mundo con otros ojos: los del arte. Su destino no era quedarse entre
cúpulas barrocas ni cafés parisinos, sino perderse tierra adentro, entre
pueblos polvorientos, plazas soleadas y cielos interminables. Viajero
incansable, cruzó el Atlántico poco después de la Intervención Francesa, se
casó en León, Guanajuato, y adoptó a un hijo que llamó Antonio. Desde entonces,
el rumbo de su pincel se amarró al continente americano.
Una formación entre sombras y luces
De sus años de formación poco se sabe.
Pero sus cuadros hablan. En ellos se nota la escuela académica, el respeto al
dibujo, la manera casi reverente en que estudia la luz y el color. Como quien
aprende a escuchar el silencio antes de tocar el piano, Trousset aprendió a
mirar antes de pintar. Ya fuera en los callejones de México o en las misiones
de California, su paleta siempre parecía cargada de historia.
Rumbo al Oeste
En los años sesenta del siglo XIX,
León Trousset emprendió el viaje que definiría su carrera. Atravesó México, se
detuvo en mercados bulliciosos, subió cerros, cruzó desiertos. Luego siguió
hacia Texas y California. Iba detrás de escenas que nadie más parecía mirar. No
lo movía el exotismo fácil ni el folclor de postal. Buscaba la vida cotidiana,
los pueblos con alma, el polvo del camino.
Para 1874 estaba en Mazatlán; un año
después, en el norte de California. La década de 1880 lo encontró moviéndose
como sombra entre León, Lagos de Moreno, Encarnación de Díaz, Aguascalientes,
Durango, Chihuahua, Ciudad Juárez, El Paso, Albuquerque... Su pincel era como
un cronista silencioso: retrataba no sólo paisajes, sino el espíritu de cada
lugar.
Un realismo con corazón
Trousset no fue un revolucionario del
arte, pero sí un artesano paciente. Su estilo mezcla el realismo con ligeros
toques impresionistas. Le gustaban los exteriores, la arquitectura colonial,
los cielos abiertos. Sus cielos, por cierto, merecen mención aparte: estaban
llenos de nubes personales, de esas que parecen traídas del recuerdo.
Su tratamiento de las personas era
sencillo, casi naïf, pero efectivo. Lo suyo no era la precisión anatómica, sino
la narración visual. Y aunque algunos críticos han señalado limitaciones en su
técnica, nadie le puede negar una cosa: Trousset sabía contar una historia con
el pincel.
Un hallazgo en Saltillo
Saltillo no fue la excepción en su
itinerario. En abril de 1880, el artista pasó por aquí y dejó una joya
olvidada: una pintura de la Plaza de Armas. El cuadro, conservado por una
familia saltillense, muestra la ciudad con una frescura que se respira. La
Parroquia de Santiago aún con la torre incompleta, los Portales de la
Independencia con sus negocios, el Palacio de Gobierno con una bandera ondeando
¿quizá era 2 de abril?, y el cielo... ese cielo azul tan nuestro, coronado de
nubes como ovejas al viento.
Hay en la escena caballos estilizados,
carruajes, transeúntes en sus labores. En la esquina de Ocampo y Zaragoza, tal
vez un viejo cañón o una pilona. Es una pintura que no busca la perfección
técnica, sino atrapar el alma de un momento. Como una fotografía pintada con el
corazón.
Vida y legado
A partir de 1887, Trousset se instaló
en Ciudad Juárez. Vivió cerca de la antigua plaza de toros, en una casa que hoy
se ubicaría sobre la calle Francisco Villa. Allí siguió pintando hasta que, el
29 de diciembre de 1917, su corazón —que había latido al ritmo de dos países—
se detuvo. Pero su obra quedó.
Trousset no fue un artista de fama
rimbombante. Fue más bien un testigo de su tiempo. Sus cuadros, repartidos en
museos de Estados Unidos y México, son ventanas al pasado. En ellos se conserva
la arquitectura, el ambiente, las costumbres y hasta los silencios de una época
que se fue. Su legado es el de quien supo ver en lo cotidiano algo digno de ser
eternizado.
Una voz desde el archivo
El antropólogo Roy B. Brown, uno de
sus principales estudiosos, escribió en 2006 que Trousset ganaba entre 40 y 50
dólares por cuadro, un sueldo similar al de un policía en Las Cruces. Lo
definió como un artista de técnica limitada pero intuición poderosa, con una
mezcla de ingenuidad y romanticismo que, pese a todo, sabía capturar la
esencia.
¿Y si hay más?
¿Pintó más escenas de Saltillo? Nadie
lo sabe. Pero la posibilidad es tan tentadora como una promesa en el aire.
Quizá otro cuadro duerma en algún desván, esperando ser redescubierto. Quizá su
pincel haya dejado otras huellas en lienzos anónimos. La búsqueda apenas
comienza.
Invito a los lectores a cerrar los
ojos frente a su obra.
Que dejen que el oído y el olfato viajen antes que la mirada. ¿A qué huele esa
plaza? ¿Qué se escucha en ese cielo de 1880?
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