La segunda casa de Villa en Saltillo
Francisco Villa no era hombre de
quedarse mucho tiempo en un mismo sitio. Tras unos días de atenciones casi
principescas en la casa de doña Tulitas y don Agustín Rodríguez, decidió buscar
un nuevo refugio. Sus pasos —o mejor dicho, sus botas polvorientas y su caballo
impaciente— lo llevaron a la imponente casa de don Francisco Arizpe Ramos,
situada frente a la Plaza de Armas.
La mansión estaba vacía. Como
muchos otros acaudalados saltillenses, Arizpe había dejado la ciudad al
enterarse de la llegada del Centauro del Norte y su temida División del Norte.
No era para menos. Villa arrastraba fama de implacable, y sus Dorados no eran
precisamente una comitiva discreta.
La residencia fue ocupada sin
ceremonia. Allí, Villa estableció su cuartel general, desde donde giraba
órdenes, discutía estrategias y escuchaba informes que eran comentados por
figuras de la ciudad como el doctor Antonio Zertuche o don Félix María Salinas.
Saltillo, entre el miedo y la curiosidad, miraba de reojo cada uno de sus
movimientos.
Una mañana clara, Villa salió a
cabalgar. Cruzó las calles con la soltura de quien se sabe dueño del momento.
Montado en su caballo colorado, el general contempló las huertas de la
periferia y aspiró el aire fresco que bajaba de la sierra, con su mezcla de
frutas maduras y tierra mojada. Al volver por la calle del Reventón, su silueta
era inconfundible: sombrero echado hacia atrás, frente despejada, ojos oscuros
y piel curtida por el sol. No era fácil ignorarlo.
Sin embargo, no todo era calma.
En su nueva residencia, Villa mantenía presos a varios sacerdotes jesuitas, un
hecho que provocaba inquietud y murmullos constantes entre los habitantes de
Saltillo. La ciudad, católica hasta los huesos, no estaba acostumbrada a ver a
sus clérigos en manos de soldados armados.
Una tarde, mientras el general
cabalgaba frente a la casa que antes lo había hospedado, doña Tulitas salió a
su encuentro. Le ofreció una taza de atole de Maizena, su desayuno favorito.
Villa desmontó a medias, recostado en su estilo ranchero, con un pie aún sobre
el estribo. Ella, con la cortesía que la distinguía, se animó a pedirle un
favor.
No alcanzó a pronunciarlo.
Villa, con una voz grave, pero
sin perder el respeto, la interrumpió:
—Puedes pedirme lo que quieras:
este caballo colorado, mi pistola que me ha acompañado en cada batalla... pero
no me pidas la libertad de los jesuitas.
Doña Tulitas entendió. A veces,
incluso la más hospitalaria de las casas encuentra límites en los tiempos de
guerra.
El paso de Villa por Saltillo
duró entre quince y veinte días, tras la victoria en la Batalla de Paredón. En
ese tiempo, la ciudad fue el centro de operaciones de la División del Norte.
Desde allí, el general preparó su siguiente movimiento: el asalto a Zacatecas,
una de las plazas más importantes del país.
Al partir, Villa se llevó consigo
a los sacerdotes jesuitas, rumbo a Chihuahua. La noticia cayó como plomo sobre
los fieles de la ciudad. Para muchos, no era solo una afrenta al clero, sino a
la propia identidad saltillense.
Mientras tanto, Venustiano
Carranza se acercaba desde otra trinchera. Tras abandonar Durango, llegó a
Torreón el 7 de junio. La tensión con Villa ya se mascaba en el aire. Sus
diferencias eran más que tácticas: eran personales, ideológicas, irreconciliables.
Aquel mismo día, su tren especial
—preparado por el general Eugenio Aguirre Benavides— llegó a Saltillo a las
diez de la noche. Era un paso más en su peregrinación revolucionaria, pero
también el prólogo de una ruptura inevitable.
La Revolución, que había empezado
unida contra un enemigo común, comenzaba a mostrar sus fracturas. En Saltillo,
se cruzaban las rutas de dos caudillos que pronto dejarían de marchar en la
misma dirección.
Esquina Allende y Álvarez,
primera casa que ocupó el general Francisco Villa en la ciudad donde fue
atendido como un verdadero Monarca.
Lic.
Jesús acuña Narro, Gobernador de Coahuila y yerno de Agustin Rodriguez y doña
Gertrudis “Tulitas” Morales.
Lic. Miguel Alessio Robles autor
del relato de la estancia del general Francisco Villa en casa de doña tulitas
Morales y Agustín Rodríguez, en la actualidad el antiguo callejón de Rodríguez
lleva su nombre.
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