La breve morada del general Villa

Ariel Gutiérrez Cabello 

Aquel año de 1914, Saltillo aún era una ciudad con bordes definidos. El norte se acababa en la calle de Luz —hoy Ramón Corona—, y más allá solo había campo, huertas y nubes bajas. En la esquina de Allende y Juan Álvarez, donde el aire todavía olía a leña y a cocina de patio, se levantaba la casa de don Agustín Rodríguez y doña Tulitas, su esposa.

Era una casona elegante, de muebles traídos de Europa, vitrinas con porcelana, y manteles bordados por manos saltillenses. En ella vivían la abundancia rural y la hospitalidad doméstica. Las cosechas de don Agustín —dueño de haciendas como Cuautla, La Majada y La Tinaja— se medían en burros: más de cien llegaban cada día a la ciudad cargados de maíz.

Por eso sorprendió, y no tanto, que en medio de los sobresaltos de la Revolución, esa casa refinada abriera sus puertas al más temido de los jefes revolucionarios: Francisco Villa.

El general había entrado en Saltillo con su División del Norte, y por recomendación de Venustiano Carranza —ese coahuilense que a veces lo respaldaba y a veces lo quería lejos— se le buscó un sitio digno donde hospedarse. El ofrecimiento vino del licenciado Jesús Acuña Narro, yerno de don Agustín, quien acompañó a Villa hasta la casa familiar de su esposa Enriqueta.

Villa entró escoltado por sus Dorados, que quedaron apostados en la acera como centinelas de un palacio improvisado. La señora de la casa, doña Tulitas, no se intimidó. Mandó alistar la mejor habitación: cama con sábanas de lino, colcha tejida a mano, y un silencio respetuoso que parecía envolver toda la casa.

No escatimó en la cocina. Preparó cabrito en fritada, huevos rancheros, enchiladas humeantes y un caldo robusto, de esos que curan el alma. Pero lo que verdaderamente conquistó al general no fue la pólvora ni el protocolo: fue un platón de arroz con leche, decorado con canela, pasas, almendras doradas y una flor de geranio. En el centro, escrito con confites y hojas de naranjo, podía leerse: “Al vencedor de Torreón”.

Durante algunos días, Villa habitó esa casa como si fuera un obispo de armas o un emperador rural. Se le trató con decoro, se le sirvió con esmero, y se le permitió descansar, aunque fuera brevemente, del fragor de la guerra.

Luego se marchó. Cambió la casa de los Rodríguez-Morales por la de don Francisco Arizpe Ramos, al norte de la Catedral. Pero dejó atrás una estampa inolvidable: la de un caudillo rudo, temido y errante, acogido por la calidez doméstica de una familia saltillense.

Fue una visita breve, casi un suspiro. Pero como muchas cosas en la historia de Saltillo, bastó con eso para dejar huella.

 



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