Eligio Fernández y Francisco de Paula Mendoza, dos artistas saltillenses en la gaveta del olvido.
A finales del siglo XIX y principios del XX, la ciudad de Saltillo no solo era el escenario de importantes cambios políticos y sociales, sino también el hogar de grandes talentos artísticos que, aunque en su momento no recibieron el reconocimiento merecido en su tierra natal, dejaron una huella imborrable en la historia del arte mexicano. Este es el caso de dos pintores cuyas vidas y obras, aunque diferentes en estilo y enfoque, convergieron en una destacada aportación al patrimonio cultural: José Eligio Fernández Mendoza y Francisco de Paula Mendoza Escobedo.
José Eligio Fernández Mendoza
nació en Saltillo el 29 de noviembre de 1842, en el seno de una familia humilde
dedicada a tallar cuero. Desde muy joven, Eligio mostró una inclinación natural
hacia el arte, a pesar de la oposición de su padre, que esperaba que siguiera
la tradición familiar. Sin embargo, su talento era evidente, y, ya a
escondidas, comenzó a dibujar y a captar la atención de quienes veían sus
primeros bocetos.
A los 20 años, Eligio decidió
estudiar formalmente la pintura bajo la tutela del maestro Agustín Flores. A lo
largo de su vida, se especializó en la creación de arte sacro, destacando la
obra Hallazgo de la Virgen del Roble (1885), una pieza fundamental que
aún adorna la Basílica de Nuestra Señora del Roble en Monterrey. Además de su
habilidad para capturar la devoción religiosa, Eligio se distinguió por su
trabajo como retratista, inmortalizando a personalidades de la talla de Pedro
Martínez, alcalde de Monterrey, y al educador Serafín Peña.
Sin embargo, quizás uno de los
aspectos más fascinantes de su obra fue su representación de los edificios más
icónicos de Monterrey, algo poco común en los pintores de su tiempo. Ejemplos
de ello son El Obispado (1910), El Puente de la Purísima (1911) y
la Plaza Zaragoza de Monterrey. Eligio también se aventuró en la
fotografía, fundando su taller en Monterrey, donde vivió hasta su muerte en
1922.
Por otro lado, Francisco de
Paula Mendoza Escobedo, nacido en Saltillo el 24 de febrero de 1867,
emergió como una figura clave en la pintura de historia militar y paisajística
en México. Tras recibir su formación inicial en la academia de dibujo de
Saltillo, se trasladó a la Ciudad de México, donde fue becado para estudiar en
la Academia de San Carlos bajo la guía del renombrado paisajista José María
Velasco. Influenciado por Velasco, Francisco desarrolló un profundo dominio del
color y la perspectiva, aunque su inclinación se dirigió principalmente hacia
la pintura religiosa y militar.
Su viaje a Europa en 1891 fue
determinante para su desarrollo artístico, donde estudió en las academias más
prestigiosas de Roma y París, asimilando las enseñanzas de maestros clásicos
como William Bouguereau. A su regreso a México, Francisco de Paula se dedicó a
la pintura histórica, destacándose en su colaboración con el régimen de
Porfirio Díaz. Entre sus obras más emblemáticas se encuentra La Batalla del
2 de abril de 1867, en la que inmortalizó la victoria de las fuerzas
republicanas de Díaz sobre el ejército francés, una representación que buscaba
legitimar el régimen porfirista y resaltar las glorias militares.
Francisco de Paula también sufrió
la tragedia personal con la muerte de su esposa, Marie Degroutte, poco antes de
regresar a México tras su estancia en Europa. En sus últimos años, se dedicó a
pintar paisajes y retratos por encargo, dejando un legado de obras que
reflejaron tanto la grandeza militar como la belleza natural de México.
Hoy en día, ambos pintores
saltillenses, aunque en su momento pasaron desapercibidos en su tierra natal,
merecen ser recordados y honrados por su contribución al arte mexicano. Tal
vez, como una justa reivindicación de su legado, el nombre de José Eligio
Fernández Mendoza y Francisco de Paula Mendoza Escobedo debería adornar las
calles de Saltillo, como símbolo del profundo impacto que ambos dejaron en la
historia del arte.




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