El cinematógrafo en Saltillo

Ariel Gutiérrez Cabello 

En la ciudad de Lyon, bajo la sombra de los Alpes y con el murmullo del río Ródano, una familia trabajaba en su taller fotográfico sin saber que su apellido se convertiría en sinónimo de un invento que cambiaría el curso de la historia. Los Lumière, un apellido que evoca la luz, tanto en nombre como en legado, veían a sus hijos Auguste y Louis crecer entre químicos, cámaras y la creciente fascinación por captar la realidad en imágenes. Su padre, Antoine Lumière, les había inculcado el amor por la fotografía, un arte que entonces comenzaba a revelar su potencial.

Louis, el más inquieto de los hermanos, pasaba horas perfeccionando el proceso de fotografía estática, buscando siempre formas de mejorar la nitidez y los colores. Auguste, por otro lado, se encargaba de las finanzas y la administración del negocio familiar. Pero fue en un viaje a París, cuando Antoine regresó con un aparato extraño llamado Kinetoscopio, que la chispa de la invención se encendió en sus mentes.

Aquel objeto, capaz de mostrar imágenes en movimiento a través de una pequeña ventana, dejó a los hermanos boquiabiertos. Lo examinaron con detenimiento, discutiendo cómo podían ir más allá de las limitaciones de aquella caja mágica. Y así, con paciencia, ingenio y pasión, en febrero de 1895, presentaron al mundo el cinematógrafo. Un aparato que no solo capturaba imágenes en movimiento, sino que las proyectaba, permitiendo que grupos de personas se maravillaran ante escenas de la vida cotidiana.

El 22 de marzo de ese mismo año, los obreros de la fábrica Lumière en Lyon salían de su jornada laboral, sin saber que serían protagonistas de la primera película filmada y proyectada. Con apenas un minuto de duración, aquella cinta marcó el inicio de una nueva era. Pero sería el 28 de diciembre de 1895, en una elegante sala de París, cuando el mundo realmente se rendiría ante el nuevo invento. La llegada de un tren a la estación de La Ciotat, con su realismo vertiginoso, hizo que algunos espectadores saltaran de sus asientos. El cine había nacido.

No pasó mucho tiempo antes de que el cinematógrafo cruzara océanos y continentes. En México, la fascinación por este invento no se hizo esperar. La primera proyección en el país ocurrió en el Castillo de Chapultepec, el 6 de agosto de 1896, ante la mirada curiosa del presidente Porfirio Díaz y su séquito. Apenas ocho días después, el 14 de agosto, el público mexicano se reunió en el sótano de la Droguería Plateros, en la calle del mismo nombre, para ser testigos del prodigio. Ese pequeño espacio, abarrotado de espectadores, se convertiría en la primera sala de cine de México, conocida como El Salón Rojo.

En la ciudad de Saltillo, el eco de este invento llegó un par de años después. Fue el 4 de junio de 1898 cuando el Teatro Acuña, ubicado en el cruce de las calles Abbott y Padre Flores, acogió la primera función de cinematógrafo en la ciudad. La emoción palpable entre los asistentes, 135 adultos y 19 niños, se reflejó en el éxito de la velada. Los saltillenses, maravillados por las imágenes en movimiento, sentían que estaban ante una ventana hacia el futuro.

El cine, en sus primeros días, consistía en breves escenas, cada una de ellas apenas un vistazo de 60 segundos a la vida cotidiana: niños jugando, trenes llegando, paseos por plazas. Pero para quienes asistieron a esas primeras funciones, cada segundo era pura magia. El desglose de los ingresos de esa función en Saltillo revela la sencillez de aquellos tiempos: 62 pesos con 40 centavos recaudados, destinados en partes iguales al empresario y al Ayuntamiento. Y aunque las primeras películas no tenían más de un minuto de duración, el cine se consolidó rápidamente como la diversión más popular en la ciudad.

Aquella noche de junio de 1898, los saltillenses que salieron del Teatro Acuña seguramente comentaron con entusiasmo lo que habían visto. El cinematógrafo, ese milagro de la técnica y la ciencia, había llegado para quedarse, marcando el inicio de una pasión que perduraría por más de un siglo.

Este relato no es solo la crónica de un invento; es la historia de una revolución cultural que, como los destellos de luz en una pantalla oscura, iluminaría para siempre el alma de los espectadores.



 







Salida de los obreros de la fábrica Lumiere en Lyon Monplaisir, primera producción de cinematógrafo en el mundo, probablemente se exhibió en Saltillo en 1898

 

 

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