El Chalet de la
Alameda
El 18 de julio de 2019, las llamas devoraron una
de las joyas arquitectónicas más icónicas de Saltillo, dejándola en ruinas.
Aquel chalet, que alguna vez se alzó con toda su majestuosidad en la esquina de
la calle Purcell y Ramos Arizpe, había sido testigo de más de un siglo de
historia, reflejo de una época donde el esplendor y la modernidad caminaban de
la mano en esta ciudad.
La historia de esta
casa comenzó con Francisco Ernesto Salas López, nacido en mayo de 1884 en el
seno de una familia de comerciantes. La vida no fue fácil para Francisco, pues
a los cinco años perdió a su padre, Daniel Salas Treviño, quien falleció joven,
dejando a su madre, Luisa López Bosque, la dura tarea de sacar adelante a sus
tres hijos: Pablo, Francisco y José Ramiro. A pesar de las dificultades,
Francisco destacó como un joven disciplinado y aplicado, cualidades que heredó
de su madre. Estudió en el emblemático Ateneo Fuente, y su brillantez lo llevó
a cruzar el Atlántico, donde se formó como ingeniero en Bélgica.
Fue en ese país donde
la vida de Francisco dio un giro inesperado. Conoció a Margarita María Loyens
Jurgens, hija de un reconocido fabricante de vinos de Lieja. El 14 de abril de
1909, la pareja contrajo matrimonio en Bruselas, y Francisco continuó su carrera
como ingeniero, trabajando para la International Ore Co. S. A. En 1911, con el
firme propósito de impulsar la industria minera en su tierra natal, Salas
regresó a Saltillo como representante de la empresa belga. Su visión de
progreso lo llevó a contactar con el entonces gobernador de Coahuila,
Venustiano Carranza, a quien convenció de establecer una planta calcinadora de
minerales en la ciudad.
El proyecto, apoyado
por Carranza, prometía ser un hito en el desarrollo económico de Saltillo. Se
cedieron terrenos, se otorgaron exenciones fiscales y todo estaba listo para
transformar el sulfuro de zinc en óxido de zinc, un producto de gran demanda en
la época. Sin embargo, el estallido de la Revolución Mexicana retrasó el inicio
de las operaciones. Solo cuando Carranza asumió la presidencia de México, la
planta por fin se puso en marcha.
Pero Francisco Salas
no solo se dedicó al progreso industrial. Su amor por Margarita María lo llevó
a construirle una casa digna de los más altos estándares europeos. En la
antigua calle Xóchitl, en 1920, se erigió el majestuoso chalet de arquitectura
francesa, con materiales de primera calidad y acabados en maderas preciosas. La
mansión se convirtió rápidamente en una de las más bellas de la ciudad, un
título que ostentó con orgullo por décadas.
La vida de la familia
Salas en la casa transcurrió en paz por cerca de 25 años, hasta que se mudaron
a la Ciudad de México. La propiedad fue vendida al gobernador Ignacio Cepeda
Flores, pero el destino jugó una mala pasada, y el gobernador falleció en esa
misma casa dos años después. Tras su muerte, el inmueble fue alquilado al
Gobierno de Coahuila, donde funcionaron los Juzgados de Primera Instancia del
Ramo Civil y el Tribunal Superior de Justicia. Con el tiempo, la casa se adaptó
a diferentes usos: primero como la escuela Jaime Balmes, luego como las
Facultades Universitarias de Saltillo, y más tarde como la sede de la Escuela
de Música de la Universidad Autónoma de Coahuila. En sus últimos días, el
chalet fue arrendado para operar como un centro cultural, aunque con poco
éxito.
Y entonces llegó la
noche del 18 de julio de 2019. Pasada la media noche, una sobrecarga eléctrica
en una de las habitaciones desató un corto circuito. Las viejas instalaciones
no pudieron soportar el calor, y en cuestión de minutos, el fuego se propagó por
toda la casa. Las llamas, visibles desde lejos, consumieron en pocas horas lo
que había tardado más de un siglo en construirse. El chalet, con toda su
historia, quedó reducido a cenizas.
Hoy, mientras la casa
yace en ruinas y la inacción gubernamental persiste, nos toca a los ciudadanos
alzar la voz. La pérdida de este patrimonio es un recordatorio de lo frágil que
es nuestra historia y de la urgente necesidad de conservarla. Saltillo, con sus
joyas arquitectónicas y su riqueza cultural, merece ser protegida. Es nuestro
deber comprender, interpretar y preservar este legado para las generaciones
futuras. Porque, si no lo hacemos, seguiremos perdiendo pedazos irremplazables
de nuestra identidad.
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