El Banco Purcell: las llaves del tiempo
Ariel Gutiérrez Cabello
En el año 2001, Antonio Hernández —último empleado del legendario Banco Purcell— entregó al Gobierno del Estado un juego de llaves y algunos documentos antiguos. Lo hizo con un gesto pausado, como quien cierra una historia. Entre los objetos entregados iba un sobre sellado con la combinación de la vieja bóveda de hierro. Nadie lo abrió. La puerta quedó cerrada, como un símbolo: la economía de otra época, custodiada por un silencio de hierro.
La historia
del Banco Purcell no empieza ahí, claro, sino en 1866, cuando un joven
inmigrante irlandés llamado Guillermo Purcell llegó a Saltillo. Traía
algo más que acento extranjero y ambiciones. Traía una forma distinta de hacer
negocios. En una ciudad donde aún se pedía prestado a la Iglesia o al agiotista
del barrio, Purcell ofreció formalidad, préstamos con firma y recibos, una
oficina sobria en la calle Zaragoza, número 246, que albergaba también al
consulado británico y al telégrafo.
En 1880 fundó
su propio banco. Le llamó, sin rodeos, Banco Purcell.
El término
“banco” era más aspiración que legalidad: la Secretaría de Hacienda nunca lo
autorizó formalmente, pero eso poco importó. Los empresarios de la región
confiaban en él, y él, a su vez, confiaba en las familias que hacían girar el
comercio de Saltillo. Fue un banco de familia y para la familia: financiaba
negocios propios y proyectos de aliados, como el Banco Algodonero
Refaccionario. A falta de un Estado moderno, Purcell construyó un orden a su
manera.
Tras la muerte
del fundador en 1909, su hijo Santiago Purcell asumió la dirección.
Hombre discreto, de traje bien planchado, sostuvo la institución en medio de
los vientos revolucionarios. A su muerte en 1922, comenzó el lento
desmoronamiento de aquel pequeño imperio.
Mario M.
Blázquez, último presidente del banco, atestiguó la venta gradual de
propiedades, el cierre de cuentas, la pérdida del antiguo esplendor. La bóveda,
aquella que nadie volvió a abrir, empezó a parecer un mausoleo.
El Banco
Purcell cerró sus puertas en 1977. Marcelino González fue el último en
salir y apagar la luz.
Durante casi
un siglo, la institución fue más que una casa de finanzas: fue una piedra
angular del desarrollo económico de Saltillo. Su sede definitiva, en la esquina
de Hidalgo y De la Fuente, fue testigo del tránsito de diligencias, de
los primeros automóviles, de las conversaciones en voz baja sobre letras de
cambio y pagarés.
La familia
Purcell, de origen extranjero, se convirtió en parte de la historia de esta
tierra. Su banco, en una era sin tarjetas ni cajeros, ofreció seguridad y
crédito, pero también construyó confianza. Al final, lo que quedó no fue solo
un edificio, sino una memoria: la de una ciudad que aprendía a modernizarse
mientras aún escuchaba los ecos del pasado.
Quizá algún
día alguien abra aquella bóveda. Tal vez no haya más que papeles, polvo y
silencio. O tal vez, como en los mejores relatos, lo que guarde sea una clave:
no para abrir un cofre, sino para entender una época.
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