El Banco de Coahuila: una piedra sobre otra
Todo edificio comienza con un acto de fe.
En 1897, mientras en la Ciudad de México José Yves Limantour sentaba las bases de un sistema bancario moderno, en Saltillo un grupo de hombres apostaba por el porvenir. Eran comerciantes, prestamistas, hacendados. Algunos habían nacido en tierras lejanas —como el irlandés Guillermo Purcell o el prusiano Enrique Maas—, otros eran coahuilenses curtidos por el comercio. Juntos compartían una convicción: el norte necesitaba su propio banco.
Y así, con la
fuerza de una ley recién promulgada y el entusiasmo de una región en expansión,
nació el Banco de Coahuila el 9 de junio de 1897.
El capital
inicial no tardó en crecer. Al año siguiente ya eran 1.6 millones de pesos
repartidos en acciones, y el banco tenía permiso para emitir billetes no sólo
en Coahuila, sino en estados vecinos. Comenzó a operar en un local de la calle
Allende, pero los fundadores pensaban en grande. Pronto compraron el terreno
del mercado El Parián, en el corazón de la ciudad, y encargaron un edificio que
fuera símbolo de la nueva era.
La
construcción, de cantera traída desde San Luis Potosí, se convirtió en una obra
maestra. Sería banco y hotel: centro financiero y punto de reunión de
viajeros e inversionistas. Para el diseño, recurrieron a los afamados
arquitectos Alfred Giles y Henri Guindon, cuyas obras embellecerían el rostro
de Saltillo con formas europeas, muros elegantes y cúpulas altivas.
Por dentro, el
edificio olía a madera pulida, a tinta fresca sobre papel valor, a conversación
seria y murmullos de confianza. El banco no tardó en extender sus raíces: abrió
sucursales en Monclova, Cuatro Ciénegas, Jimulco, Piedras Negras,
incluso en Monterrey. El Banco de Coahuila hablaba en voz alta en el
concierto económico del norte del país.
Pero el país
cambió.
La Revolución
llegó como un vendaval. Muchos préstamos no se pagaron. Las monedas perdieron
valor. El gobierno federal, en 1918, revocó la concesión del banco, aunque este
siguió operando unos años más, casi por inercia. En 1933 fue liquidado.
En su lugar
nació el Banco Refaccionario y Fideicomisario de Coahuila, que heredó el
viejo edificio, pero no su espíritu. Un tecnicismo administrativo obligó a
cambiar su nombre: Hacienda advirtió que un banco no podía ser fideicomisario,
sino fiduciario. La diferencia parecía mínima, pero marcaba el inicio de una
nueva etapa. En 1948, la institución recuperó su antiguo nombre: Banco de
Coahuila.
No duraría
mucho. En las décadas siguientes, una decisión desafortunada echó abajo el
edificio original. En su lugar, se alzó una nueva construcción revestida de
cantera, un intento —tardío y torpe— de devolverle la dignidad perdida.
El 31 de
diciembre de 1980, bajo la dirección de Florentino de Valle Cabello, el
Banco de Coahuila desapareció de forma definitiva, fusionado con el Banco
Internacional. La noticia no pasó desapercibida. Antonio Estrada Salazar,
periodista de alma crítica, denunció la decisión como un error estratégico y
sentimental.
Apenas
dieciocho meses después, el presidente José López Portillo decretó la
nacionalización de la banca. Una era concluía.
Hoy, pocos
recuerdan el eco de aquellas bóvedas, los billetes con la leyenda “Banco de
Coahuila” circulando entre comerciantes, o el murmullo de los consejos de
administración donde se discutía el futuro de una región. Pero si uno camina
por las calles del centro, con paciencia y memoria, puede aún imaginar las
piedras originales, una sobre otra, marcando el lugar donde una ciudad creyó en
sí misma.
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