Casa de Eduardo Laroche

En la entonces tranquila calle Ramos Arizpe, a solo unos pasos de Cuauhtémoc, se erigía, imponente y majestuosa, una de las residencias más bellas que el Saltillo de antaño pudiera recordar. Aquel inmueble, que desafortunadamente fue destruido en la década de los cincuenta, era una verdadera joya arquitectónica, mezcla de influencias norteamericanas y detalles europeos. Se destacaba entre las casas alrededor de la Alameda Zaragoza, en lo que popularmente se conocía como la colonia extranjera.

Con una estructura de madera que soportaba un techo cubierto con láminas acanaladas, probablemente galvanizadas, la casa de Eduardo Laroche llamaba la atención desde la distancia. Uno de sus detalles más curiosos era el barandal que la rodeaba, adornado por 52 balaustradas, una por cada semana del año, un detalle meramente ornamental pero cargado de significado. En lo alto del chalet, una asta bandera ondeaba con orgullo, seguramente albergando los colores de dos naciones: México y Francia.

El diseño de la residencia no solo era bello a la vista, sino también ingenioso. La buhardilla que sobresalía del tejado inclinado servía no solo para aprovechar el espacio del desván, sino también para permitir que la brisa fresca circulara por la casa a través de una ventana de rejillas. Además, la presencia de dos chimeneas proporcionaba el calor necesario para soportar los duros inviernos saltillenses, haciendo de esta residencia un refugio cómodo y cálido.

Sobre la fachada, tallados con orgullo, se leían las palabras "ENERO 1882", señalando el año en que la casa fue finalmente terminada. Entre el mes y el año, se encontraba un monograma con las letras “L” y “E”, acompañadas de una estrella de cinco picos. Estas iniciales correspondían a Eduardo Laroche, el propietario, mientras que la estrella hacía referencia a su fábrica de jabones, "La Estrella del Norte". La estrella polar, símbolo que guiaba a los navegantes, también guiaba a Laroche en su próspera empresa.

Eduardo Laroche no solo fue un hombre de negocios, sino también un visionario. Su fábrica de jabones experimentaba con especies de flora nativa del desierto coahuilense, produciendo jabones a base de goma de lechuguilla. Estos productos no solo encontraron aceptación en Saltillo, sino que también fueron un reflejo de la capacidad de Laroche para fusionar lo local con la industria.

La fábrica "La Estrella del Norte" operaba en la parte trasera de la propiedad, justo en la esquina nororiente de las calles Cuauhtémoc y Colón. Décadas después, los herederos de Laroche vendieron esa sección, y en su lugar se alzó el supermercado Bodegas Populares, para luego dar paso a las oficinas de la CROC.

Pero el legado de Laroche iba más allá de su éxito empresarial. En 1902, por encargo del Gobierno del Estado, levantó un minucioso plano de la ciudad de Saltillo, a escala una a seis mil. El trazado irregular de las calles, los edificios emblemáticos y las vías de los tranvías tirados por mulas, conocidos cariñosamente como "tranvías de mulitas", quedaron plasmados con una precisión admirable. Este plano no solo sirvió como herramienta, sino también como un retrato de la ciudad en su época.

La historia de la familia Laroche es igualmente fascinante. Eduardo, procedente de Revel, Alto Garona, Francia, contrajo matrimonio con Librada González Gutiérrez en Cadereyta, Nuevo León. Probablemente fue el cálido clima de aquella región lo que llevó a Eduardo a buscar refugio en Saltillo, una ciudad conocida por su clima más fresco. Aquí, los Laroche formaron una familia notable. Su hija, Josefina Laroche, se casó con el empresario inglés John B. Harlan, y de esta unión nacieron personajes que dejarían huella en la historia de Saltillo: Carmen Harlan, una reconocida maestra y pintora; Eduardo Harlan, destacado empresario; y Josefina Harlan Laroche, renombrada concertista.

La casa de los Laroche fue testigo de innumerables conversaciones y eventos memorables. Sus muros, que alguna vez escucharon voces en diferentes idiomas y relatos sobre el progreso de la ciudad, ahora solo viven en los recuerdos. Hoy, lo único que queda de esa majestuosa residencia es su evocadora imagen y el legado de quienes habitaron entre sus paredes.

El paso del tiempo ha sido implacable, y muchas de las casas que alguna vez adornaron las calles de Saltillo han desaparecido, llevándose con ellas fragmentos de la historia local. Sin embargo, al rememorar estas historias, se preserva algo más valioso: la memoria de una época, de una familia y de una ciudad que sigue viva en los relatos que contamos.

 

 


  

Imagen perteneciente al Fondo Fotográfico F. Sieber

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