Casa de Crescencio Rodríguez

Ariel Gutiérrez Cabello 

En la época en que Saltillo comenzaba a erigirse como una ciudad de oportunidades, fue en sus calles de adobe y cantera donde despuntaron figuras de hombres laboriosos, y entre ellos, destacó don Crescencio Rodríguez González. Nacido en 1846 en el vecino pueblo de Ramos Arizpe, Crescencio, con apenas catorce años, llegó a la capital coahuilense en busca de fortuna, con los sueños y la determinación que solo se fraguan en aquellos espíritus que no temen al esfuerzo. En pocos años, gracias a su disciplina y visión comercial, logró abrir una pequeña tienda en la antigua calle del Álamo Gordo, hoy conocida como Aldama.

Su vida comenzó a tomar un giro trascendental cuando fue invitado por el empresario Guillermo Purcell a incursionar en el negocio de la minería en Sierra Mojada. El descubrimiento de ricos yacimientos minerales, sobre todo de oro, transformó la vida de don Crescencio, convirtiéndolo en uno de los hombres más acaudalados de Saltillo. Su participación como accionista en minas como Santo Tomás y Acatita de Baján lo consolidó como un pilar económico de la región. Además, su papel en el consejo del Banco de Coahuila reafirmó su posición de liderazgo entre la élite empresarial local.

Pero don Crescencio no era solo un hombre de números. Amaba la tierra, el campo y el crecimiento de su comunidad. Impulsó la agricultura y la ganadería, fundando el primer banco agrícola y ganadero de Saltillo, facilitando préstamos para el desarrollo rural. Sus ranchos y huertas fueron emblemas de prosperidad. En una de sus propiedades, donde hoy se levanta el Hospital Universitario, cultivó vergeles de manzanas, perones y membrillos, frutos que cruzaron fronteras hacia los Estados Unidos, donde se vendían a precios elevados.

En su afán de dejar un legado, en 1898 mandó construir un imponente edificio en la calle Hidalgo, esquina con el antiguo callejón del Truco. La edificación, que albergaba tanto sus negocios como su hogar, se convirtió en un símbolo de su éxito. Sin embargo, el destino le jugó una mala pasada, pues falleció repentinamente en 1909 a los 63 años, dejando tras de sí una vasta fortuna, pero también incertidumbre para su familia.

El mausoleo que ordenaron construir sus hijos en el panteón de Santiago es aún hoy uno de los más majestuosos, adornado con mármol de Carrara, una tumba digna de la grandeza de quien fue uno de los personajes más influyentes de su tiempo. Sin embargo, los hijos de don Crescencio, a pesar de haber recibido una educación privilegiada en los Estados Unidos, no supieron mantener la fortuna familiar.

Con el estallido de la Revolución Mexicana, la casa en la calle Hidalgo fue asaltada por revolucionarios que desenterraron botes llenos de monedas de plata, enterrando con ellos las esperanzas de la familia de recuperar el esplendor. A partir de ahí, los bienes fueron hipotecados y finalmente embargados, marcando el inicio del declive de una de las dinastías más prometedoras de la ciudad.

El destino, caprichoso como es, no dejó indemne a quien había sido parte de este entramado de poder y fortuna. Constancio de la Garza, uno de los hombres que se adjudicó la mayor parte de las propiedades de los Rodríguez González, encontró su propio final trágico en 1939, cuando fue brutalmente asesinado en su domicilio.

Hoy, mientras caminamos por las calles de Saltillo, frente al bullicio de la vida cotidiana, resulta inevitable imaginar aquellos tiempos en los que don Crescencio y su familia eran sinónimo de progreso y opulencia. Los vestigios de su legado, aunque ahora solo sombras de un esplendor pasado, nos invitan a reflexionar sobre los ciclos de la fortuna y la fragilidad del poder en tiempos de cambio.

 

       



El edificio de la familia de Crescencio Rodriguez, a lo largo del tiempo  ha tenido varios inquilinos, la Comisión de Valores, Banco de México, hoy oficinas de Teléfonos de México.  

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