Breve Historia de las Corridas de Toros en Saltillo (Siglos XVIII y XIX)
Se dice que entre las tres
grandes herencias que nos dejaron los españoles están el idioma castellano, la
religión católica... y la fiesta de toros. Esta última, que hoy resulta
incomprensible para buena parte de las nuevas generaciones, la Fiesta de los
Toros ha sido durante cinco siglos una
de las expresiones más arraigadas en la cultura mexicana. Los toros, junto al
teatro, fueron los espectáculos masivos por excelencia.
La fiesta de los toros es una de
las expresiones culturales más arraigadas en México y culturalmente más cercana
que cualquier otro espectáculo o deporte que viene de fuera. La Fiesta de los Toros
es muy mexicana. Durante quinientos años ha formado y sigue formando parte de
nuestra identidad cultural. A pesar de la avalancha de prohibiciones de
políticos y pseudo ambientalistas, las corridas de toros se siguen dando en
algunos estados de la República Mexicana.
Mucho antes de que Saltillo
tuviera plazas formales, los toros ya formaban parte de la vida novohispana. La
tradición llegó de España y echó raíces profundas. En 1526, Hernán Cortés
mencionó en su Quinta Carta de Relación la celebración de festejos taurinos en
la Ciudad de México. Un año después, en 1527, su primo Juan Gutiérrez de
Altamirano introdujo desde Navarra las primeras reses bravas al continente,
fundando la célebre Hacienda de Atenco en Lerma, Estado de México. Atenco, que
en náhuatl significa "junto al río" (el río Lerma), es considerada la
primera ganadería de lidia en América. Para 1529 se celebraba la primera
corrida formal en la Plaza Mayor de la capital en honor a la caída de
Tenochtitlán.
Durante el siglo XVII, el toreo
se expandió por las principales ciudades del virreinato. Lo que comenzó como un
arte caballeresco pronto se volvió popular, con mestizos e indígenas
participando en las fiestas. Esta tradición no tardó en llegar al norte, donde
villas como Santiago del Saltillo adoptaron los festejos taurinos como parte
esencial de su vida pública.
Los Primeros Toros en Saltillo
El primer documento que vincula
directamente a Saltillo con los toros data del 11 de septiembre de 1688, cuando
Nicolás Gutiérrez de Lara, vecino del Nuevo Reino de León, demandó a Diego
Rodríguez el pago de un adeudo por la venta de toros. A partir de allí, los
registros comenzaron a multiplicarse, revelando una práctica constante,
organizada y profundamente arraigada en la comunidad local. La primera corrida
oficial se celebró el 3 de septiembre de 1712, cuando el Justicia Mayor emitió
un edicto ordenando cercar la plaza (hoy Plaza de Armas) para lidiar toros en
honor a la llegada del gobernador de la Nueva Vizcaya.
En aquellos tiempos, las corridas
no eran solo espectáculo: eran una obligación cívica. Cada vez que nacía un
monarca en España, llegaba un virrey o se celebraban las fiestas del Apóstol
Santiago (patrono de la ciudad), las autoridades sacaban bandos ordenando a los
vecinos participar en el armado del emplazado de la plaza con madera, sogas y
mano de obra comunitaria.
La Época de los Remates
Durante el siglo XVIII se volvió
común el "remate de las tablas": el Ayuntamiento emitía pregones por
las calles y la plaza principal para convocar a postores que competían por el
derecho de construir y explotar la plaza durante las fiestas patronales. Estas
subastas se anunciaban con días de anticipación y atraían a carpinteros,
comerciantes y empresarios que ofrecían posturas (dinero) a cambio del uso de
la plaza durante los días festivos, que iban de 10 a 30 días. La autoridad veía
en estos ingresos una fuente valiosa para sufragar otros gastos públicos.
Los preparativos para las fiestas
de Santiago incluían sistemáticamente la construcción de cercados, la
contratación de toros y toreros, y la asignación de recursos municipales.
Felipe Calzado, proveedor habitual, ofreció en 1792 veinticinco reses a ocho
pesos cada una, confirmando que ya existía una red ganadera regional capaz de
abastecer estos festejos con reses criollas o incluso bravas.
En 1784, José Fernández solicitó
al cabildo permiso para organizar las corridas, señal de que ya existían
empresarios especializados. En 1785, el alcalde Juan Antonio González Bracho
narró un incidente en el que un cabo intentó colear un toro durante la fiesta,
desobedeciendo al alguacil. Esto muestra no solo el entusiasmo popular, sino
también los conflictos de autoridad para mantener el orden durante las
populares corridas.
Hacia las Plazas Permanentes
En el siglo XIX, la actividad
taurina continuó fuerte. Los remates para las fiestas de Santiago, la feria de
septiembre y a veces de octubre siguieron marcando el calendario festivo en
1824, 1828 y 1836. Ya no se trataba de improvisar cercas con madera prestada,
sino de gestionar una infraestructura cada vez más segura, permanente y sólida.
En 1841, una comisión propuso
establecer una plaza fija en los terrenos de las casas consistoriales del
desaparecido pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, entre la esquina de la
calle La Estación (hoy Allende) y la calle Las Barras (hoy Pérez Treviño). En
1842, el Ayuntamiento presentó un Plan de Arbitrios para reunir fondos y la
Prefectura del Distrito de la Capital entregó un presupuesto detallado. En
enero de 1843, se eligió un terreno propiedad de José María Salas, quien lo
intercambió por una esquina municipal, y en febrero se firmó el contrato con
los toreros Polinario Ávila y Juan García —posiblemente los primeros toreros
profesionales de Saltillo— para realizar ocho corridas en la nueva plaza de San
Esteban, ubicada en el atrio (la gran explanada norte) frente al templo, que
abarcaba desde la actual calle Ocampo hasta la de Pérez Treviño.
La Guerra que Interrumpió la
Fiesta
La guerra entre México y Estados
Unidos (1846-1848) interrumpió bruscamente el ritmo festivo. Las tropas
invasoras pasaron por Saltillo causando importantes destrozos en la
infraestructura urbana y la vida pública se suspendió. Sin embargo, al terminar
la ocupación, el Ayuntamiento organizó una corrida como primera acción para
reunir fondos y reparar los daños. Como otras veces, los toros ayudaron a
reconstruir la ciudad. En 1848, 1849 y años siguientes, los remates, licencias
y oficios relacionados con la renta, construcción y mantenimiento de las plazas
taurinas se sucedieron con regularidad.
La Plaza Real (Plaza de Armas)
La primera de todas fue la plaza
principal. Ahí se montaban rudimentarios ruedos con palos y sogas. El pueblo
entero asistía: ricos, pobres, religiosos, comerciantes, soldados, niños. Los
vendedores ofrecían buñuelos, aguas frescas y tejuino, un fermentado de maíz
muy popular.
El Atrio de San Esteban
Durante años, el atrio de San
Esteban también fue plaza de toros. Donde un día se escuchaban letanías, al
siguiente sonaban los olés. La fiesta brava convivía con la fe sin pedir
permiso.
Plaza de Toros del Carmen
En el plano levantado en 1836 por
el cuerpo de ingenieros del ejército que comandaba Antonio López de Santa Anna
(realizado durante su paso para apaciguar la revuelta en Texas), aparece
marcada con el número III romano la ubicación de la Plaza de Toros del Carmen.
El solar estaba ubicado en la esquina que conforman las actuales calles General
Cepeda y Aldama. En 1844 se informó que la plaza de toros se construiría en la
huerta de la casa de Abal, en una porción de este extenso terreno. Fue, quizá,
un ruedo efímero. También hubo una en El Calvario, al norte de la ciudad, pero
su lejanía desanimó a los aficionados.
Plaza Tlaxcala (1849)
En 1849, Saltillo tuvo su primera
plaza permanente. Se llamó Plaza Tlaxcala y estaba donde hoy se encuentra el
Mercado Juárez. Su nombre honraba a los antiguos pobladores tlaxcaltecas. Allí
se celebraron decenas de corridas hasta que fue demolida en 1896. También se le
conocía como plaza del Montecito.
El Tívoli
En la esquina de Victoria y
Purcell, frente a la Alameda, hubo una plaza pequeña llamada El Tívoli. Allí se
abrió una escuela taurina dirigida por Saturnino Frutos "Ojitos",
quien después fue apoderado de Rodolfo Gaona. Esta plaza funcionó también como
escuela de tauromaquia en un terreno que pertenecía a don Jesús de Valle de la
Peña, exgobernador de Coahuila y padre del escritor Artemio de Valle Arizpe. En
mayo de 1900, el empresario Tomás Flores organizó una corrida en El Tívoli,
obteniendo como ganancia 104 pesos con 15 centavos. La plaza se ubicaba
exactamente donde hoy se encuentra la estatua del danzante tlaxcalteca, el
famoso Matlachín.
Plaza de Guadalupe (1896-1949)
La más querida por la aficion de
saltillo fue la Plaza de Guadalupe. El 6 de agosto de 1897, empresarios locales
habían solicitado al Ayuntamiento cambiar el terreno de la plaza del Calvario
por otro en la plazuela de Guadalupe para construir una nueva plaza de toros.
Inspirado en el modelo de la
plaza del barrio de Tlaxcalilla en San Luis Potosí, el ingeniero Santiago
Rodríguez diseñó una plaza robusta y funcional. Los trabajos avanzaron rápido
gracias a albañiles como don Severiano Valverde, que colocaba hasta quinientos
adobes por día. Para 1898, el coloso estaba listo: tenía capacidad para 4,000
personas (algunos registros mencionan hasta 5,000), graderías de once niveles y
zonas de sol y sombra.
La plaza fue inaugurada el 15 de
noviembre de 1898 con un cartel que presentó a Diego Prieto "Cuatro
Dedos" y a Diego Rodríguez "Silverio Chico", lidiando toros de
la prestigiada ganadería de Guatimapé. Veintidós caballos murieron aquella
tarde. Fue una inauguración sangrienta, como mandaban los cánones de la época.
Estaba ubicada en lo que hoy son
las calles Manuel Acuña y Álvarez. Allí torearon figuras como Manuel Cervera
Prieto, Silverio Chico, Silverio Grande, Juan Antonio Cervera, Nicanor Villa
"Villita", el torero español Antonio Fuentes, Rodolfo Gaona, Juan
Silveti, Lorenzo Garza, Luis Freg, Arcadio Ramírez, Jesús Téllez y los hermanos
Armillita. Las reses llegaban en tren desde el altiplano: eran descargadas
cerca del molino La Goleta, en Pedro Agüero y Abasolo, y luego conducidas al
alba por las calles Mexiquito, Allende y Ramón Corona, guiadas por un cabestro
y la voz de un arriero.
A fines de los años cuarenta, la
Plaza de Guadalupe mostraba signos de agotamiento. El empresario Gabriel Ochoa
Aguirre, dueño del Cinema Palacio, compró el terreno en 1948 y, junto al
ingeniero Zeferino Domínguez, presentó un ambicioso proyecto: remodelar la
plaza e incorporar doce viviendas bajo sus gradas con sala, cocina, baño y
bodega. El diseño fue aprobado por Salubridad e incluía toriles, enfermería,
sanitarios y molduras españolas.
Pero la aparición de la Plaza
Armillita, de madera, inaugurada en marzo de 1949, cambió los planes. Los
empresarios apostaron por la novedad y el proyecto fue cancelado. La última
corrida en Guadalupe fue con Héctor Saucedo y Darío Hernández, con toros de
Golondrinas. El último toro se lidió en 1949.
El 19 de junio de 1953 comenzaron
los trabajos de demolición. El Ayuntamiento vendió incluso el tramo de calle
que conducía al tendido de sol. En 1957 se levantó en su lugar el Cinema
Florida, el más grande que se haya construido en Saltillo.
El Espectáculo que Nunca Fue
El 13 de marzo de 1898, Saltillo
vivió un momento insólito cuando Roberto C. Pate, dueño del hipódromo de la
Indianilla en la Ciudad de México, propuso ante el Ayuntamiento un espectáculo
tan exótico como polémico: un combate entre un toro bravo sin despuntar y un
león africano —o, en su defecto, un tigre de Bengala— hasta que uno de los dos
cayera derrotado. Afortunadamente, el Ayuntamiento no lo autorizó y el evento
no se llevó a cabo. Aunque la idea causó revuelo, no fue más que una curiosidad
en los archivos municipales.
Saltillo: Cuna de Grandes
Toreros
Saltillo tiene una razón especial
para sentirse orgulloso de su tradición taurina: fue cuna del que muchos
consideran el mejor torero de todos los tiempos. Fermín Espinosa Saucedo
"Armillita Chico", reconocido incluso por los españoles como una
figura excepcional, nació en esta tierra. Como dicen los propios españoles:
Saltillo fue cuna del mejor torero de todos los tiempos. En la Plaza de
Guadalupe también se conoció a don Fermín Espinosa Orozco, padre del célebre
torero saltillense. Aquí también han nacido varios y muy buenos toreros y
rejoneadores que han llevado el nombre de la ciudad por todo México.
Saturnino Frutos
"Ojitos"
Uno de los personajes más
queridos de la tauromaquia saltillense fue Saturnino Frutos "Ojitos",
un banderillero español que se avecindó en Saltillo a principios del siglo XX.
"Ojitos" no solo toreaba regularmente en la plaza Guadalupe: fundó
una escuela de tauromaquia frente a la Alameda Zaragoza, en un terreno que
pertenecía a don Jesús de Valle de la Peña, exgobernador de Coahuila y padre
del escritor Artemio de Valle Arizpe.
En 1902, Saturnino Frutos se
trasladó a La Laguna, donde fue contratado como supervisor de la construcción
de la Plaza de Toros de Torreón, trabajo que desempeñó hasta su finalización.
Miguel Alessio Robles: Testigo
de una Época
En 1943, Pedro de Cervantes
entrevistó al Lic. Miguel Alessio Robles para la revista La Lidia, publicación
dedicada por completo a la fiesta brava. Alessio Robles —hombre culto y gran
aficionado— compartió valiosos recuerdos sobre la tradición taurina de nuestra
ciudad. Contaba que su afición comenzó desde niño, a los ocho años, y que no se
perdía una sola corrida en la antigua Plaza de Toros de Guadalupe. Fue un
testigo privilegiado de la edad de oro del toreo en Saltillo y gracias a su
testimonio conservamos muchos detalles de aquella época.
Reflexión Final
Desde los pregones del siglo
XVIII hasta los contratos con toreros profesionales en el siglo XIX, las
corridas de toros en Saltillo fueron más que fiestas: fueron reflejo de los
cambios sociales, económicos y políticos de cada época. La fiesta brava fue, en
Saltillo y en todo México, un espejo de la transformación de una sociedad
criolla y mestiza que encontró en la arena un espacio para celebrar, resistir y
reconstruirse.
Hubo un tiempo en que el sonido
de parches y clarines rompía el silencio de la ciudad, y poco después, entre
polvo y vítores, un toro irrumpía en la plaza. Saltillo también fue tierra de
toros, de faenas memorables, de plazas improvisadas con tablones y cuerdas, de
tardes festivas donde la gente se reunía a celebrar la vida... y a mirar de
frente a la muerte.
Hoy, la plaza ya no existe.
Tampoco los toreros, ni los caballos sacrificados, ni los arrieros que abrían
paso al alba. Pero si uno escucha con atención, allá por las calles de Álvarez
y Acuña, tal vez aún resuene un olé perdido entre los adobes del tiempo.
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