viernes, 11 de diciembre de 2015

Presentación del libro Escribidores de luz.

Presentación del libro Escribidores de luz. Fotógrafos en Saltillo 1846 a 1920, de Ariel Gutiérrez Cabello. Teatro García Carrillo, 8 de diciembre de 2015.
                                                        Por Esperanza Dávila Sota.

En primer lugar quisiera aplaudir el acierto del Municipio al publicar este libro. Es una obra de mucho interés para la historia local, porque constituye una extraordinaria aportación, tanto a la historiografía como a la memoria visual de la región, por el cúmulo de información sobre el tema de la fotografía en Saltillo, de por sí poco estudiado, y la recuperación de fotografías de hace más de siglo y medio, la mayoría inéditas.

Con esta segunda obra sobre el tema, en y de Saltillo, Ariel Gutiérrez se consagra como un auténtico gambusino de la fotografía, el buscador que sabe leer la luz en las imágenes del libro abierto que puede ser esta ciudad. Todo es que llegue a sus manos una fotografía para escudriñarla de inmediato. Cuantas imágenes encuentra, las estudia, las interpreta y las inserta en el contexto histórico, social, político y económico de una época de Saltillo. Su pasión le ha llevado a acumular las imágenes relativas al tema de este libro. Así, ya con sus descubrimientos en la mano, lo formó y lo entregó a las autoridades municipales, a través del Instituto Municipal de Cultura, para su publicación. Y aquí está el resultado, un libro útil a la historia y grato a los ojos, gracias al cual nosotros podemos hacer ahora una lectura de nuestra ciudad.

Es una vasta investigación sobre la fotografía, desde sus inicios en México, su llegada a Saltillo muy pocos años después y su desarrollo en el Saltillo decimonónico y de las primeras dos décadas del siglo XX, dentro del contexto de una etapa difícil política y económicamente, como fueron la invasión norteamericana, la Reforma, la anexión de Coahuila a Nuevo León, la invasión francesa y el efímero imperio de Maximiliano, y la revolución. El recuento de los fotógrafos en nuestra ciudad va por décadas, con una breve mención de los que se establecieron en las ciudades vecinas, y con muestras de la obra de cada uno en la mayoría de los casos. También integra un interesante capítulo sobre las tarjetas postales de Saltillo, la reproducción de sus imágenes y los fotógrafos que realizaron series completas de este tipo de trabajo, así como los empresarios que las encargaban y los que las vendían. Asimismo, otro capítulo sobre los fotógrafos en temporada de la Feria en 1900.

Aficionado desde siempre a la fotografía, Ariel considera perdurable y aceptable todo lo que se manifiesta en imágenes. Por eso suena lógico que su pasión le llevara a construir esta magnífica historia de la fotografía en Saltillo. Su prosa, de estilo muy visual, narra un panorama muy completo del comercio en la ciudad y el entorno de la época en que se tomaron las fotografías. Así, parece trivial decirlo, nos va llevando de la mano en un recorrido de alrededor de 75 años de fotografía en Saltillo a través del catálogo y las historias personales, cuando pudo conseguirlas, de los que ejercieron aquí el arte fotográfico entre los años de 1846 y 1920. A modo de preámbulo, el libro inicia con un rápido panorama de la fotografía en México, describe la profesión de fotógrafo, los estudios y los talleres fotográficos, detalla los diversos tipos de fotografías y pasa luego al registro minucioso de los fotógrafos que trabajaron en la ciudad de forma temporal y los establecidos de manera definitiva.

Así, nos enteramos que a la Feria, además de los comerciantes fuereños, también llegaban los fotógrafos ambulantes. Podemos imaginar la enorme curiosidad que despertaban en los visitantes. Instalado en un escenario improvisado, un artista de la lente ofrece a propios y extraños la magia de su trabajo, la oportunidad de capturar su imagen en aquella caja misteriosa que era la cámara fotográfica, y entregarles, poco tiempo después, el mágico producto: un retrato para llevarse a casa. Muchos de estos se conservan todavía en excelentes condiciones, resguardados por las propias familias o por las fototecas y archivos de instituciones estatales o privadas. La fotografía fue uno más de los muchos atractivos que en su momento brindó la famosa Feria de Saltillo, superada tan sólo  por las de Acapulco y Xalapa.

Parece fácil hurgar en documentos, hemerotecas y fototecas de diferentes archivos y en museos de la fotografía de universidades extranjeras; ponerse a examinar las secciones de anuncios comerciales y de particulares en la prensa local y en los libros impresos que incluyeron anuncios publicitarios de la época, en busca del rastro de algún fotógrafo, o revisar con detenimiento los Planes de Arbitrios del Municipio, en los que se establecían los aranceles o cuotas que debían pagar los fotógrafos, y escudriñar los registros de la recaudación de impuestos al ejercicio de las profesiones o indagar directamente con los descendientes de los fotógrafos, cuando fue posible. Parece fácil buscar constantemente en los bazares y casas de antigüedades, o revisar los manifiestos de los servicios de inmigración y los registros de entrada de las aduanas. Se necesita armarse de paciencia, vencer todas las dificultades, y mucho más, para encontrar, como lo hizo Ariel, las huellas de los fotógrafos que trabajaron temporal o definitivamente en Saltillo e hicieron de su arte una noble profesión al servicio de los saltillenses durante el periodo que él mismo marcó, por ahora como límite a su estudio.

Es fascinante poder leer la ciudad, “leer la city” (sentarse en una plaza y ver), dirían los ingleses, a través de las lentes expertas de los fotógrafos profesionales en Saltillo. Al fin, artistas de la imagen, nos dejaron un legado de entrañables estampas de la antigua villa, sus vistas panorámicas, sus paisajes urbanos y campestres, sus casas y edificios, sus escuelas, sus gentes. No tiene precio poder mirar una escena cotidiana captada en la calle Allende, cuya foto se encontró en el Museo de la Fotografía de Riverside, de la Universidad de California; ver un grupo de alumnas posiblemente del Instituto Madero, entre las cuales se encuentran sus maestras, a quienes las niñas muestran una actitud cariñosa; contemplar distintas familias saltillenses retratadas en escenarios improvisados en exteriores, generalmente en los patios de las residencias con objeto de captar la luz, o en los estudios profesionales de los fotógrafos. No tiene precio, insisto, el dejarnos seducir por el encanto de las galas que viste la familia, probablemente sus mejores galas, o por el traje de la novia, o las rudas vestimentas del campesino, así como por la ingenuidad o sofisticación del escenario, para cuyo montaje echaban mano de muebles de la misma casa: sillas, sillones, alguna mesita, o del mobiliario del estudio, que se repite en una y otra fotografías. Asimismo, descubrir los objetos simbólicos que frecuentemente aparecen en los retratos de familia, como instrumentos musicales, casi siempre de cuerdas; caballetes con un cuadro o un lienzo y un estuche de pinturas en una coqueta mesita al lado de una joven dama, que sostiene en sus manos una paleta y un pincel. Resulta también interesante descubrir los objetos colocados intencionalmente cerca del grupo, por ejemplo una cámara fotográfica entre las ramas del arbusto en el patio, como aparece en la fotografía de la familia de don Dámaso Rodríguez, prominente empresario saltillense. La intención de incluir esos objetos simbólicos en el retrato de familia era dejar constancia, para la posteridad, del cultivo de las artes, aficiones, oficios o profesiones particulares de algunos de sus miembros, casi siempre los hijos e hijas de la familia. La cámara en el arbusto, seguramente también le dio a Ariel una pista para encontrar que Gilberto Rodríguez Fuentes era buen fotógrafo, suyas son las fotografías del Banco y Hotel de Coahuila, e incluirlo en el catálogo de los aficionados que ejercieron su arte en Saltillo.
Gracias a estos artistas de la lente y de la luz, nos enteramos que la diferencia entre las distintas clases económicas saltillenses no es cosa de nuestra época, ha sido desde siempre, y quizás será para siempre. El mobiliario en los retratos y el vestuario que portan las personas son, indudablemente indicadores del estatus social y económico del personaje o la familia. En los retratos individuales y en las tomas de pequeños grupos captados en interiores, muchas veces en los estudios fotográficos, se hicieron clásicas las posturas: los hombres regularmente están de pie junto a una elegante silla o sillón, o posan una mano en un escritorio, una mesa o una columna, y las damas aparecen sentadas junto a una mesa cubierta con rica carpeta, sobre la que se ponían objetos simbólicos, como libros, por ejemplo, para destacar la cultura de la persona o el nivel de educación de la familia. A veces aparece simplemente un adorno como una lámpara, un jarrón o un macetero. Espesos cortinajes sirven de fondo a las fotografías, y también una romántica y fingida arcada y un jardín de ensueño con kiosco de celosías, mientras que el piso está siempre cubierto por un tapete.

En algunas fotografías de bodas puede apreciarse el deseo de dejar plasmado el momento sin importar la circunstancia económica de la pareja. Algunos novios fueron retratados en ricos escenarios en los estudios fotográficos o en su propia residencia, mientras que las parejas pobres tienen como fondo una humilde casa o un desnudo patio, acompañados a veces de toda la familia, y en ocasiones, hasta de la banda de música que amenizará el convivio.

Pintar la magia de la vida, es pintar auroras, frutas y hombres, dice Ramón Gómez de la Serna. Los fotógrafos de Saltillo se interesaron en el paisaje urbano, tanto como en sus gentes y los asuntos ordinarios de su vida cotidiana y en los hechos extraordinarios que la agitaron. Con sus cámaras fotográficas pintaron la magia de la vida, pintaron auroras, frutas y hombres, que hoy nos permiten a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, con la ayuda de este libro de Ariel, imaginar la vida provincial del Saltillo de hace 100 o 150 años, en el que vivieron nuestros abuelos y bisabuelos. Nos permiten, asimismo, olfatear los aromas de las arcas domésticas olorosas a las frutas que almacenaron, y atisbar la opulencia o la casta intimidad de las familias saltillenses de fines del siglo XIX y principios del XX.

Además del interés puramente historiográfico del catálogo de fotógrafos, podemos apreciar su obra artística en las fotografías de calles, edificios, monumentos y plazas, como la Alameda vieja y la nueva, la Catedral, el Palacio de Gobierno, hoteles y mesones, el viejo Ateneo, el Mercado, el Parián, los teatros Acuña y García Carrillo, el exterior y el interior del Banco y Hotel de Coahuila, la Penitenciaría, los pintorescos alrededores de Saltillo y algunas vistas panorámicas de la ciudad, además de los retratos escolares, los políticos y militares y los de distintas personas y familias. Como muestra del trabajo de algunos fotógrafos, se incluyen también fotografías, muy pocas, de las minas de carbón en El Hondo en Sabinas, las aguas termales de San Buenaventura y las parroquias y plazas principales de Monclova y Parras.
Chesterton decía que un relato popular oído en nuestra niñez, es algo tan tangible y grandioso como una catedral gótica. Igual la fotografía, es tan palpable y tan cierta, que nos hace pensar que quizás sea un género hermano de la historia, porque al paso del tiempo se convierte en testigo de un instante, del momento en que se capturó la imagen y quedó plasmada, quizás para siempre, en una pieza de vidrio, un fragmento de metal o un trozo de papel.

Este libro nos hace saber que no obstante ser Saltillo en ese tiempo un pueblo pobre y pequeño, hizo suyo el arte universal de la fotografía, y con ello encontró un lugar en el mundo, y que incluso, pudo hasta ser el centro del mundo, porque como decía Jules Renard de su pueblito: “El centro del mundo está en todas partes”.

Muchas gracias.


No hay comentarios:

Publicar un comentario