Presentación
del libro Escribidores de luz. Fotógrafos
en Saltillo 1846 a 1920, de Ariel Gutiérrez Cabello. Teatro García
Carrillo, 8 de diciembre de 2015.
Por Esperanza Dávila Sota.
En
primer lugar quisiera aplaudir el acierto del Municipio al publicar este libro.
Es una obra de mucho interés para la historia local, porque constituye una
extraordinaria aportación, tanto a la historiografía como a la memoria visual
de la región, por el cúmulo de información sobre el tema de la fotografía en
Saltillo, de por sí poco estudiado, y la recuperación de fotografías de hace
más de siglo y medio, la mayoría inéditas.
Con
esta segunda obra sobre el tema, en y de Saltillo, Ariel Gutiérrez se consagra
como un auténtico gambusino de la fotografía, el buscador que sabe leer la luz
en las imágenes del libro abierto que puede ser esta ciudad. Todo es que llegue
a sus manos una fotografía para escudriñarla de inmediato. Cuantas imágenes
encuentra, las estudia, las interpreta y las inserta en el contexto histórico,
social, político y económico de una época de Saltillo. Su pasión le ha llevado
a acumular las imágenes relativas al tema de este libro. Así, ya con sus
descubrimientos en la mano, lo formó y lo entregó a las autoridades municipales,
a través del Instituto Municipal de Cultura, para su publicación. Y aquí está
el resultado, un libro útil a la historia y grato a los ojos, gracias al cual nosotros
podemos hacer ahora una lectura de nuestra ciudad.
Es una
vasta investigación sobre la fotografía, desde sus inicios en México, su
llegada a Saltillo muy pocos años después y su desarrollo en el Saltillo
decimonónico y de las primeras dos décadas del siglo XX, dentro del contexto de
una etapa difícil política y económicamente, como fueron la invasión
norteamericana, la Reforma, la anexión de Coahuila a Nuevo León, la invasión
francesa y el efímero imperio de Maximiliano, y la revolución. El recuento de
los fotógrafos en nuestra ciudad va por décadas, con una breve mención de los
que se establecieron en las ciudades vecinas, y con muestras de la obra de cada
uno en la mayoría de los casos. También integra un interesante capítulo sobre
las tarjetas postales de Saltillo, la reproducción de sus imágenes y los
fotógrafos que realizaron series completas de este tipo de trabajo, así como
los empresarios que las encargaban y los que las vendían. Asimismo, otro capítulo
sobre los fotógrafos en temporada de la Feria en 1900.
Aficionado
desde siempre a la fotografía, Ariel considera perdurable y aceptable todo lo
que se manifiesta en imágenes. Por eso suena lógico que su pasión le llevara a
construir esta magnífica historia de la fotografía en Saltillo. Su prosa, de
estilo muy visual, narra un panorama muy completo del comercio en la ciudad y
el entorno de la época en que se tomaron las fotografías. Así, parece trivial
decirlo, nos va llevando de la mano en un recorrido de alrededor de 75 años de
fotografía en Saltillo a través del catálogo y las historias personales, cuando
pudo conseguirlas, de los que ejercieron aquí el arte fotográfico entre los
años de 1846 y 1920. A modo de preámbulo, el libro inicia con un rápido
panorama de la fotografía en México, describe la profesión de fotógrafo, los
estudios y los talleres fotográficos, detalla los diversos tipos de fotografías
y pasa luego al registro minucioso de los fotógrafos que trabajaron en la
ciudad de forma temporal y los establecidos de manera definitiva.
Así,
nos enteramos que a la Feria, además de los comerciantes fuereños, también
llegaban los fotógrafos ambulantes. Podemos imaginar la enorme curiosidad que
despertaban en los visitantes. Instalado en un escenario improvisado, un
artista de la lente ofrece a propios y extraños la magia de su trabajo, la
oportunidad de capturar su imagen en aquella caja misteriosa que era la cámara
fotográfica, y entregarles, poco tiempo después, el mágico producto: un retrato
para llevarse a casa. Muchos de estos se conservan todavía en excelentes
condiciones, resguardados por las propias familias o por las fototecas y
archivos de instituciones estatales o privadas. La fotografía fue uno más de
los muchos atractivos que en su momento brindó la famosa Feria de Saltillo,
superada tan sólo por las de Acapulco y
Xalapa.
Parece
fácil hurgar en documentos, hemerotecas y fototecas de diferentes archivos y en
museos de la fotografía de universidades extranjeras; ponerse a examinar las
secciones de anuncios comerciales y de particulares en la prensa local y en los
libros impresos que incluyeron anuncios publicitarios de la época, en busca del
rastro de algún fotógrafo, o revisar con detenimiento los Planes de Arbitrios del
Municipio, en los que se establecían los aranceles o cuotas que debían pagar
los fotógrafos, y escudriñar los registros de la recaudación de impuestos al
ejercicio de las profesiones o indagar directamente con los descendientes de los
fotógrafos, cuando fue posible. Parece fácil buscar constantemente en los bazares
y casas de antigüedades, o revisar los manifiestos de los servicios de
inmigración y los registros de entrada de las aduanas. Se necesita armarse de
paciencia, vencer todas las dificultades, y mucho más, para encontrar, como lo
hizo Ariel, las huellas de los fotógrafos que trabajaron temporal o definitivamente
en Saltillo e hicieron de su arte una noble profesión al servicio de los
saltillenses durante el periodo que él mismo marcó, por ahora como límite a su
estudio.
Es
fascinante poder leer la ciudad, “leer la city” (sentarse en una plaza y ver),
dirían los ingleses, a través de las lentes expertas de los fotógrafos
profesionales en Saltillo. Al fin, artistas de la imagen, nos dejaron un legado
de entrañables estampas de la antigua villa, sus vistas panorámicas, sus paisajes
urbanos y campestres, sus casas y edificios, sus escuelas, sus gentes. No tiene
precio poder mirar una escena cotidiana captada en la calle Allende, cuya foto
se encontró en el Museo de la Fotografía de Riverside, de la Universidad de
California; ver un grupo de alumnas posiblemente del Instituto Madero, entre
las cuales se encuentran sus maestras, a quienes las niñas muestran una actitud
cariñosa; contemplar distintas familias saltillenses retratadas en escenarios
improvisados en exteriores, generalmente en los patios de las residencias con
objeto de captar la luz, o en los estudios profesionales de los fotógrafos. No
tiene precio, insisto, el dejarnos seducir por el encanto de las galas que
viste la familia, probablemente sus mejores galas, o por el traje de la novia,
o las rudas vestimentas del campesino, así como por la ingenuidad o
sofisticación del escenario, para cuyo montaje echaban mano de muebles de la
misma casa: sillas, sillones, alguna mesita, o del mobiliario del estudio, que
se repite en una y otra fotografías. Asimismo, descubrir los objetos simbólicos
que frecuentemente aparecen en los retratos de familia, como instrumentos
musicales, casi siempre de cuerdas; caballetes con un cuadro o un lienzo y un
estuche de pinturas en una coqueta mesita al lado de una joven dama, que
sostiene en sus manos una paleta y un pincel. Resulta también interesante
descubrir los objetos colocados intencionalmente cerca del grupo, por ejemplo una
cámara fotográfica entre las ramas del arbusto en el patio, como aparece en la
fotografía de la familia de don Dámaso Rodríguez, prominente empresario
saltillense. La intención de incluir esos objetos simbólicos en el retrato de
familia era dejar constancia, para la posteridad, del cultivo de las artes, aficiones,
oficios o profesiones particulares de algunos de sus miembros, casi siempre los
hijos e hijas de la familia. La cámara en el arbusto, seguramente también le
dio a Ariel una pista para encontrar que Gilberto Rodríguez Fuentes era buen
fotógrafo, suyas son las fotografías del Banco y Hotel de Coahuila, e incluirlo
en el catálogo de los aficionados que ejercieron su arte en Saltillo.
Gracias
a estos artistas de la lente y de la luz, nos enteramos que la diferencia entre
las distintas clases económicas saltillenses no es cosa de nuestra época, ha
sido desde siempre, y quizás será para siempre. El mobiliario en los retratos y
el vestuario que portan las personas son, indudablemente indicadores del
estatus social y económico del personaje o la familia. En los retratos
individuales y en las tomas de pequeños grupos captados en interiores, muchas
veces en los estudios fotográficos, se hicieron clásicas las posturas: los hombres
regularmente están de pie junto a una elegante silla o sillón, o posan una mano
en un escritorio, una mesa o una columna, y las damas aparecen sentadas junto a
una mesa cubierta con rica carpeta, sobre la que se ponían objetos simbólicos,
como libros, por ejemplo, para destacar la cultura de la persona o el nivel de
educación de la familia. A veces aparece simplemente un adorno como una
lámpara, un jarrón o un macetero. Espesos cortinajes sirven de fondo a las
fotografías, y también una romántica y fingida arcada y un jardín de ensueño
con kiosco de celosías, mientras que el piso está siempre cubierto por un
tapete.
En
algunas fotografías de bodas puede apreciarse el deseo de dejar plasmado el
momento sin importar la circunstancia económica de la pareja. Algunos novios
fueron retratados en ricos escenarios en los estudios fotográficos o en su
propia residencia, mientras que las parejas pobres tienen como fondo una
humilde casa o un desnudo patio, acompañados a veces de toda la familia, y en
ocasiones, hasta de la banda de música que amenizará el convivio.
Pintar
la magia de la vida, es pintar auroras, frutas y hombres, dice Ramón Gómez de
la Serna. Los fotógrafos de Saltillo se interesaron en el paisaje urbano, tanto
como en sus gentes y los asuntos ordinarios de su vida cotidiana y en los
hechos extraordinarios que la agitaron. Con sus cámaras fotográficas pintaron la
magia de la vida, pintaron auroras, frutas y hombres, que hoy nos permiten a
nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, con la ayuda de este libro de Ariel,
imaginar la vida provincial del Saltillo de hace 100 o 150 años, en el que
vivieron nuestros abuelos y bisabuelos. Nos permiten, asimismo, olfatear los
aromas de las arcas domésticas olorosas a las frutas que almacenaron, y atisbar
la opulencia o la casta intimidad de las familias saltillenses de fines del
siglo XIX y principios del XX.
Además
del interés puramente historiográfico del catálogo de fotógrafos, podemos
apreciar su obra artística en las fotografías de calles, edificios, monumentos y
plazas, como la Alameda vieja y la nueva, la Catedral, el Palacio de Gobierno,
hoteles y mesones, el viejo Ateneo, el Mercado, el Parián, los teatros Acuña y García
Carrillo, el exterior y el interior del Banco y Hotel de Coahuila, la Penitenciaría,
los pintorescos alrededores de Saltillo y algunas vistas panorámicas de la
ciudad, además de los retratos escolares, los políticos y militares y los de distintas
personas y familias. Como muestra del trabajo de algunos fotógrafos, se
incluyen también fotografías, muy pocas, de las minas de carbón en El Hondo en
Sabinas, las aguas termales de San Buenaventura y las parroquias y plazas principales
de Monclova y Parras.
Chesterton
decía que un relato popular oído en nuestra niñez, es algo tan tangible y
grandioso como una catedral gótica. Igual la fotografía, es tan palpable y tan
cierta, que nos hace pensar que quizás sea un género hermano de la historia,
porque al paso del tiempo se convierte en testigo de un instante, del momento
en que se capturó la imagen y quedó plasmada, quizás para siempre, en una pieza
de vidrio, un fragmento de metal o un trozo de papel.
Este
libro nos hace saber que no obstante ser Saltillo en ese tiempo un pueblo pobre
y pequeño, hizo suyo el arte universal de la fotografía, y con ello encontró un
lugar en el mundo, y que incluso, pudo hasta ser el centro del mundo, porque
como decía Jules Renard de su pueblito: “El centro del mundo está en todas
partes”.
Muchas
gracias.
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